Espionaje, privacidad y el derecho a informar

Argentina

Las filtraciones cambiaron el periodismo. De WikiLeaks al grupo de Telegram de jueces, empresarios, espías y funcionarios difundido el fin de semana, los méritos y los pecados periodísticos quedan expuestos.

Por Sebastián Lacunza 

Hace ya tres décadas que la multiplicación de las comunicaciones, primero en computadoras y luego en celulares, tiene un correlato en el almacenamiento infinito de esos intercambios y archivos digitales. Antes, las cartas, los diarios y los documentos se volvían amarillentos en algún cajón del placard o en un estante de una hemeroteca. Podía ser difícil acceder a ellos, pero todos sabíamos que estaban allí; bastaba con conseguir la llave o gestionar el permiso del bibliotecario.

En el siglo XXI convivimos con una presunción que equivale a autoengaño. Los metadatos van y vienen, vaciamos el chat, nos olvidamos de nuestras vidas pasadas, cambiamos el celular, pasamos a Telegram cuando WhatsApp comete alguna torpeza, creemos que ganamos la batalla cuando logramos quitarle un permiso al fisgón irredento Google. Alivio, el pasado se evapora. Y sin embargo, la misma tecnología que habilitó el intercambio instantáneo e infinito es la que permite que millones de terabytes conservados en estado gaseoso en alguna galaxia regresen a Tierra como dagas prestas a cortar cabezas. La distancia del rescate, que Samantha Schweblin pensó para otro relato, no está en manos del dueño del archivo —hasta el siglo XX, el receptor de la carta— o el bibliotecario municipal. Hoy, los verdaderos dueños de la nube son los servicios de Inteligencia estatales o paraestatales, Google, Facebook, Elon Musk, las grandes corporaciones, un data entry traidor o, cada vez menos, los hackers quince-veinteañeros que operan desde un garage en algún pueblito de Córdoba, Sicilia o el Kurdistán.

Bienvenidos a la era de las filtraciones: cambió el periodismo.

Los últimos quince años se vieron sacudidos por leaks globales que dieron cuenta de lógicas y tramas del poder. El submundo de dinero negro y realpolitik que marcha a contramano de las cumbres del G20 quedó expuesto, por ejemplo, en los 251.287 documentos del Departamento de Estado dados a conocer por WikiLeaks (2010) o los Panamá Papers sobre la caja B de los millonarios (2016).

Esas megafiltraciones conmovieron al mundo, pero hay otras, más caseras, que suelen alterar la vida de los países incluso con mayor intensidad. Por ejemplo, el periodista Luis Majul narró que el 23 de febrero de 2017, mientras corría por los bosques de Palermo, se le acercó una persona y le entregó audios de aparentes conversaciones privadas entre Cristina Fernández de Kirchner y el senador Oscar Parrilli. Este fin de semana, Tiempo ArgentinoEl Cohete a la Luna y Perfil publicaron el supuesto intercambio en Telegram entre el ministro de Seguridad de CABA, cuatro jueces, dos directivos de Clarín, dos exagentes de Inteligencia y un fiscal para fraguar pruebas y apretar gente con el fin de desmentir una invitación del grupo periodístico a una estancia en la Patagonia propiedad de Joe Lewis, magnate amigo de Mauricio Macri. El chat habría sido creado el 17 de octubre, día en que Página 12 informó sobre la excursión.

Las filtraciones de WikiLeaks, Panama Papers, los audios de Majul, la lista de blanqueadores que publicó Horacio Verbitsky y el Telegram de Lago Escondido tienen distintos alcance, naturaleza y contenido, pero todos nacieron de alguna ilegalidad. La soldada Chelsea Manning hizo más por la integridad moral de Estados Unidos que todos sus últimos presidentes, pero no dejó de vulnerar una norma cuando rompió la confidencialidad que suponía su puesto y entregó los documentos del Departamento de Estado a la organización WikiLeaks.

No espiarás

Las nuevas prácticas que enfrenta el periodismo disparan varias preguntas. La central: ¿Qué debe hacer un medio de comunicación cuando recibe una filtración producto de un delito que cometió un tercero, sea este la violación de la intimidad o la confidencialidad de un documento?

En primer lugar, no participar del delito. Grabar con cámara oculta un testimonio privado, comprar contenido producto del espionaje, incorporar al equipo periodístico a un agente de la SIDE y participar de una extorsión con información privada en tándem con un fiscal o un juez no sólo son faltas éticas, sino que vulneran la ley. Parece obvio, pero el periodismo argentino, sobre todo el más premiado por sellos que dicen defender la libertad de expresión, ofrece un reguero de ejemplos recientes sobre esas prácticas.

Segundo, corroborar que la filtración sea tal y no un mero artificio. Cuando Clarín informó en marzo de 2015 que Máximo Kirchner y Nilda Garré compartían una sociedad radicada en Bélice que tenía depositados US$ 41 millones, la nota en cuestión contenía códigos, nombres y fechas. Todo falso. Similar fue el derrotero cuando el kirchnerismo agitó en octubre de 2005 la denuncia de cuentas en el exterior del entonces candidato a diputado del ARI Enrique Olivera. Y lo mismo ocurrió diez años después, días antes de la elección presidencial de 2015, cuando Laura Alonso y Patricia Bullrich dijeron haber recibido un listado de políticos, jueces y periodistas que eran espiados por el Gobierno de Cristina desde una central ubicada en San Cristóbal, con amplia repercusión en Infobae y Clarín. Un listado con nombres impactantes que, después de la victoria presidencial de Macri, quedó en la nada.

La confirmación de un indicio forma parte de la tarea periodística más básica, como hizo Perfil el fin de semana cuando consultó al entorno de D’Alessandro sobre el chat de Lago Escondido y éste ratificó la existencia de las conversaciones al declararse víctima de un hackeo.

Separados los tantos, si hay legítimo interés público, hay noticia.

Ciertas obligaciones corresponden al Estado, como el secreto fiscal, pero ningún periodista está obligado a dejar de develar la identidad de un coimero o de un evasor que blanqueó decenas de millones de dólares. El público tiene derecho a ser informado sobre la doble faz de los poderosos que se amparan en artilugios legales o se valen de su capacidad de influencia.

Lo mismo cabe para cualquier delito, real o tentativo, que quede expuesto en un diálogo de Telegram, como la intención de fraguar facturas para eludir una acusación por dádivas, “limpiar a un mapuche” o prenunciar la detención ilegal de un funcionario al que consideran molesto, como habrían discutido, sin que nadie presentara la más mínima objeción, el ministro de Justicia y Seguridad de CABA, Marcelo D’Alessandro, los hombres de Clarín Jorge Rendo y Pablo Casey, el fiscal general de CABA, Juan Mahiques, y los jueces Julián Ercolini, Pablo Cayssials, Pablo Yadarola y Carlos Mahiques, entre otros imprudentes del Lago Escondido.

El runner de Palermo

El derecho del ciudadano a acceder a la información no se sobrepone al derecho a la privacidad. Aquí entra a jugar la edición periodística.

El intercambio del grupo “Operación de Página 12” que creo Casey, sobrino de Héctor Magnetto y organizador de la excursión, quedó transcripto en un link abierto en internet. Allí aparecen presuntos delitos como los mencionados, pero también datos privados y opiniones sobre terceros descerrajadas por los integrantes del chat. Hay insultos y expresiones en su literalidad racistas, homofóbicas y machistas que cobran un sentido distinto si son proferidas en público que si forman parte de un diálogo cerrado entre compinches. Nadie habla con los mismos términos en la cocina de su casa, la cancha, la oficina o la Sala de Conciertos de Estocolmo en la ceremonia del Nobel. En las formas del decir, el contexto es un montón. Aunque el morbo sea grande, la divulgación de opiniones reservadas meramente valorativas equivale a traicionar el derecho a la privacidad.

Esta variante lleva a las conversaciones entre la vicepresidenta y Parrilli que le acercaron a Majul en 2017. El trato (“soy Cristina, pelotudo”) que se dispensan personas que se tienen máxima confianza, como los hoy senadores, forma parte de su acuerdo mutuo. Lo único que probó la filtración es que Cristina es malhablada en la intimidad. Transcribir las opiniones y elucubraciones entre la jefa de la oposición con su principal ladero no es ni más ni menos que espionaje político, y alguien podría pensar que un Gobierno presidido por Macri, con maestrías y doctorados en inteligencia ilegal sobre propios y ajenos, pudo haber estado vinculado al runner que alcanzó a Majul en Palermo.

No recortarás

No corresponde publicar filtraciones truchas, ni opiniones meramente valorativas, ni información privada, ni recortar el contenido para beneficiar a los propios y perjudicar a terceros.

WikiLeaks, Swiss Leaks y Panama Papers fueron muestras de cómo La Nación, el medio argentino que encabezó las filtraciones, recortó el contenido más de la cuenta, incluso pese a la intención de los periodistas que trabajaron arduamente en dilucidar los datos. Luego, otros medios incurrieron en prácticas similares en sentido contrario, muy pocos se animaron a tocar el tabú de los empresarios periodísticos, en un acuerdo transversal. Si la filtración queda atrapada en uno o un grupo de medios, como solía decir Majul, conviene leer todo lo posible y desconfiar de todo lo que se lee.

En el supuesto diálogo del grupo de Telegram creado el 17 de octubre, D’Alessandro, los Mahiques, Rendo y compañía hacen alarde de su influencia para acallar medios. Se los percibe muy conscientes de cómo aplanar la polémica generada por el viaje pagado por Clarín. Rendo y Casey se ocupan del contenido editorial de su diario y sugieren estrategias para condicionar a La Nación. D’Alessandro, integrante de un Gobierno anclado como ninguno en la pauta publicitaria, mapea medios y periodistas. Julián Leunda, jefe de asesores de Alberto Fernández, es citado llamando a varios de los contertulios con el compromiso de mantener a raya al Grupo Indalo. Todos parecen preocupados por Infobae. A los periodistas de El Destape y de Octubre (Página 12, AM 750) los tratan con furia y desprecio. Con el paso de las horas y de los días, los falsos excursionistas de pesca con mosca parecen celebrar el éxito de que el tema no trascendiera mucho más allá de la nota original de Página 12.

 

Día y medio después de la publicación del supuesto chat de Lago Escondido, el ministro D’Alessandro reaccionó a la filtración y arremetió en Twitter contra la “mafia kirchnerista”, denunció espionaje y concluyó: “Nadie les cree”. Lo respaldó todo el gabinete de Horacio Rodríguez Larreta, al unísono. Patricia Bullrich se tomó su tiempo y emitió un tuit con indignación medida. Margarita Stolbizer se distanció y demandó otras prácticas de los políticos en general. El resto de Juntos por el Cambio, incluido Macri, se mantuvo en silencio, aunque la experiencia indica que esa coalición no se quiebra, ni se dobla, ni se inmuta cuando es atravesada por relaciones indebidas con espías, jueces y periodistas.

Horas después, en la antesala de la sentencia contra Cristina en la Causa Vialidad, Alberto Fernández mencionó la excursión como supuesta prueba del lawfare y anunció una denuncia penal para dilucidar la financiación.

Hasta que habló el Presidente, los tres portales más difundidos eligieron no informar sobre el tema. Como si la coordinación subterránea que trasunta el diálogo en Telegram fuera cierta.

Nota publicada en eldiarioar.com